Tráfico de influencias: una ‘normalidad’ a romper

Atacar y erradicar el tráfico de influencias va más allá de una mera cuestión legal; se trata de un pacto colectivo para reconstruir y robustecer nuestras instituciones, nuestra democracia y nuestros valores fundamentales.

Escuchamos que alguien abusa dolosamente de su cargo o posición para obtener beneficios indebidos, para sí o para alguien de su entorno, amplificando nuestra percepción de la eterna institucionalización de la corrupción. ¿Pero qué repercusiones tienen estas conductas? El efecto corruptor cala hondo en la naturaleza humana provocando desánimo, frustración e impotencia generalizada en los ciudadanos honestos. Tal fenómeno desincentiva la inversión y el desarrollo de negocios legítimos, sofocando la innovación y limitando el crecimiento económico y social equitativo. Lamentablemente este terrible tráfico de influencias se ha convertido en una normal realidad nacional.

Esta problemática, a veces imperceptible pero siempre omnipresente, invade al sector público y privado. Ahí donde las ambiciones desmedidas y el poder arrogante eclipsan cualquier integridad y transparencia. Como resultado, se cuestiona el supuesto valor que poseen actualmente la ética, la honestidad y la rectitud. Conceptos estos que parecen solo retórica sin contenido real. Entonces, ¿es factible recompensar a la honestidad en medio de la intrincada red de compadrazgos y favoritismos, a veces ocultos y otras descaradamente notorios?

La naturaleza humana ante el poder no está en balance con la probidad. La necesidad de traficar influencias para concretar ambiciones y acopiar objetivos ilegítimos está arraigada en el ADN. Históricamente nuestros antepasados necesitaban salir de las cuevas para obtener “más recursos”, y cada vez más, para sobrevivir. Quizá por eso el cerebro humano está programado evolutivamente para la búsqueda de más, sin importar cómo. Aunado a ello, hoy persiste la terrible idea de que la acumulación económica es sinónimo de éxito. Tal capitalismo inconsciente busca ganancias a ultranza bajo el principio de que “todo fin justifica cualquier medio”.

Por tanto, el tráfico de influencias generado por insana ambición se ejecuta con cinismo desbordante. Sus efectos dañinos y sus consecuencias han normalizado su conducta al punto de que el influyentismo rige las relaciones económicas y del poder, tanto en el ámbito público como privado, sirviendo de combustible para el eterno efecto corruptor.

Para enfrentar este problema es imperativo que el tráfico de influencias no se valorice como éxito ni se perciba como trivial. Entender detalladamente su naturaleza, magnitud y alcances es vital para sondear la profundidad del reto que conlleva su erradicación, con la finalidad de evitar se siga deteriorando la integridad de las instituciones, organizaciones y las personas que las dirigen e integran.

Delito de tráfico de influencia

Este fenómeno delictivo es precisamente eso, un delito. Y aunque se le puede confundir con acciones como el legítimo networking o el cabildeo (lobbying) en contextos donde se busca influir en las decisiones o políticas de la administración pública, es fundamental entender que son totalmente diferentes en términos de legalidad y ética. El diablo está en los detalles.

El tráfico de influencia es un delito caracterizado por el uso doloso e indebido del poder, el influyentismo o el aprovechamiento de la posición propia para obtener beneficios económicos ilegítimos, para sí o para otros. Por ejemplo, el Código Penal Federal de México es contundente al establecer que se impondrán de 2 a 6 años de prisión a quien cometa el delito de tráfico de influencia, cuando:

El servidor público que por sí o por interpósita persona promueva o gestione la tramitación o resolución ilícita de negocios públicos ajenos a las responsabilidades inherentes a su empleo, cargo o comisión, y cualquier persona que promueva la conducta ilícita del servidor público o se preste a la promoción o gestión a que hace referencia la fracción anterior.

El servidor público que por sí, o por interpósita persona indebidamente, solicite o promueva cualquier resolución o la realización de cualquier acto materia del empleo, cargo o comisión de otro servidor público, que produzca beneficios económicos para sí o para su cónyuge, descendiente o ascendiente, parientes por consanguinidad o afinidad hasta el cuarto grado, a cualquier tercero con el que tenga vínculos afectivos, económicos o de dependencia administrativa directa, socios o sociedades de las que el servidor público o las personas antes referidas formen parte.

Al particular que, sin estar autorizado legalmente para intervenir en un negocio público, afirme tener influencia ante los servidores públicos facultados para tomar decisiones dentro de dichos negocios, e intervenga ante ellos para promover la resolución ilícita de los mismos, a cambio de obtener un beneficio para sí o para otro.

Sin embargo, tal parece que estas disposiciones son letra muerta de la ley. A pesar de que las conductas descritas son vertientes de la corrupción que debilita la credibilidad de las instituciones y compromete la integridad de los sistemas de actuación públicos y privados. Su constante consumación refleja una sociedad donde las oportunidades y acuerdos están más asociados a las conductas delictivas que al mérito y habilidades genuinas. Teóricamente, serán responsables de este delito quienes lo realicen por sí, lo realicen conjuntamente con otro u otros, quienes lo lleven a cabo sirviéndose de otro como instrumento, quienes presten ayuda o auxilio para su comisión y quienes con posterioridad a su comisión auxilien a los traficantes de influencias en cumplimiento de una promesa anterior al delito.

Responsabilidad penal de empresa

La ley ordena que cuando el Ministerio Público de la Fiscalía tenga conocimiento de “la posible” comisión de un delito en el que se encuentre involucrada alguna persona jurídica, iniciará la investigación penal correspondiente en contra de dicha empresa. Por lo tanto, a nivel federal a las personas jurídicas u organizaciones se les podrán imponer algunas o varias de las sanciones cuando hayan intervenido en la comisión del delito de tráfico de influencia. Lo anterior con independencia de la responsabilidad penal individual en que puedan incurrir sus representantes o administradores de hecho o de derecho.

Tales sanciones o consecuencias jurídicas podrán consistir en suspensión de actividades, clausura de sus locales o establecimientos, prohibición de realizar en el futuro actividades, inhabilitación temporal para contrataciones con el sector público, amonestación pública y elevadas multas económicas, entre otras. El daño no se limita al ámbito jurídico, pues la imagen y la reputación se deteriorarán provocando impactos negativos en sus finanzas y en sus vínculos comerciales.

El reto: desnormalizar el fenómeno

Dentro de la compleja red de relaciones que configuran el tejido empresarial y político, el tráfico de influencias ha encontrado un espacio preocupantemente cómodo, camuflándose como una praxis habitual y aceptable que se lleva a cabo sin mayores reparos. Encarar el reto de romper con esta “normalidad” nos invita a cuestionar los mecanismos que permiten la persistencia de estas prácticas ilícitas y corrosivas. Ir más allá de simplemente señalar y criticar es fundamental: necesitamos repensar las dinámicas de poder y las redes de relaciones existentes, considerando quizá la implementación de sistemas más estrictos de transparencia y rendición de cuentas.

Atravesar las capas de la opacidad que a menudo escudan el tráfico de influencias implica trascender al simple acto de la denuncia penal ante el Ministerio Público. Es esencial centrarnos para redefinir el enfoque del problema, asumiendo el compromiso de forjar un entorno donde la ética y la honestidad no sean meras palabras sin valor, sino principios activamente valorados, recompensados y aplicados en todos los niveles socioeconómicos y políticos. Atacar y erradicar el tráfico de influencias va más allá de una mera cuestión legal; se trata de un pacto colectivo para reconstruir y robustecer nuestras instituciones, nuestra democracia y nuestros valores fundamentales. ¿Suena utópico? Tal vez lo sea. Pero no por ello debemos dejar de insistir.


Fuente: Forbes México – Lee aquí el artículo original